UNIDAD PASTORAL SANTA BÁRBARA SAN JOSÉ

TESTIMONIIO MENSUAL: PEPI AMARO ZAMORA

Este mes, el testimonio es de Pepi Amaro Zamora, catequista de la Parroquia.

Es una alegría poder leer el testimonio, al igual que los ya publicados, de gente enamorada del Señor.

TESTIMONIO

IMG 20210926 WA0025Mi nombre es Pepi. Tengo 43 años. Con la Parroquia de San José, en la que desarrollo mi misión como catequista, me vincula una vida entera de recuerdos familiares y de la infancia. Pero también una historia reciente señalada por un fuerte proceso de conversión en la edad adulta que me cambió el guión.
En lo que a fe se refiere, estoy marcada por la educación religiosa que recibí en el Colegio San José, muy auspiciada por mi madre. Algunas personas allí, me enseñaron cosas bonitas sobre Jesús que se quedaron guardadas en mi corazón.
En los primeros años de mi adolescencia, frecuentaba un grupo de acción católica con intención de confirmarme, aunque por razones o personas que no vienen al caso, finalmente no lo hice. A día de hoy no me arrepiento de nada, porque ahora sé que me aguardaba algo mejor. Todo obra para bien.

Y así, poco a poco me fui alejando de Dios. No lo abandoné del todo, pero jamás tenía un momento para Él. De este modo, al no existir relación con el Padre, el distanciamiento era cada vez más evidente y aunque recibí de la Iglesia el sacramento del matrimonio y celebramos el Bautismo de mi hijo, fue algunos años después de aquello cuando la distancia que se fuera dibujando con los años se convirtió en un abismo.
Mimetizada con un entorno personal y laboral poco favorecedor a lo religioso,
así como, mi incapacidad de tolerar el sufrimiento de los inocentes y las injusticias, junto con mi carácter eminentemente racional, la fe en el Dios Todopoderoso de mi niñez, quedaba totalmente fuera mi vida, de mi presente y de mis planes futuro.
Durante algunos años no puedo decir que me sintiera infeliz. Las cosas parecía que me iban bien. Disfrutaba y trabajaba mucho. Siempre ocupada. Creyendo que todo fui capaz de lograrlo por mí. Solo por mí.
Pasó el tiempo, era 2014 y llegó el momento de iniciar la catequesis de Primera Comunión de mi hijo, Miguel. Estaba de moda por entonces que los niños no hicieran la Comunión si no querían. Y él, como algunos de sus compañeros, no quería mucho. Es por eso y porque yo pensaba que aquello me daba un poco igual, que no lo iba a apuntar. Pero pese a todo, había algo en aquella decisión que me producía muchísima intranquilidad. Pensé entonces que lo convencería y lo llevaría, aunque pidiese a las abuelas que fuesen con él a Misa porque yo no estaba dispuesta a “perder el domingo en eso”
Primer día de catequesis de Comunión. Llevo al niño resoplando, pero lo llevo. Tres cuartas de lo mismo a la Misa del domingo. Pero tan solo un par de domingos después, cuando las abuelas se ofrecen para llevarlo en mi lugar, sorprendentemente, no quise. Algo me ocurría en aquellas celebraciones que poco a poco hacían que me encontrase a gusto allí y no me importase ir. Es más, tenía ganas de ir. Salía renovada. Era como si solo en aquel lugar mi alma descansase. Y eso me sirvió para darme cuenta de que mi alma estaba cansada. Y yo quizá. Más de lo que pensaba.
Y así transcurrían aquellas primeras semanas del mes de octubre de 2014, en las que cada martes, cuando llevaba al niño a catequesis, me encontraba con un grupo de adultos que se preparaba para la Confirmación. La verdad es que yo no tenía ni siquiera la menor idea de que los adultos se confirmaban y mucho menos de que iban a catequesis. Pero a pesar de no tener ni idea, también había una energía muy fuerte que me llamaba a ir a aquellas clases, a retomar esa preparación que hace tantísimos años dejé sin mirar atrás. Yo intentaba centrarme en apagar aquella voz de mi interior y quitarme de la cabeza esa idea que me martilleaba día tras día. Me hacía preguntas como: “¿Qué es lo que te pasa?, “¿Qué pintas tú aquí?”, ¿Qué van a pensar tus amigos? o me repetía afirmaciones como: “Esto no te va a favorecer” o aquello tan socorrido de: “No teníamos que haber venido”.

Pero cualquier intento de desoír aquella llamada era en vano. Era persistente. Ensordecedora. Así que casi a últimos de octubre me fui a hablar con, Pedro, nuestro párroco y persona que llevaba aquel grupo de adultos. Le estoy agradecida a Pedro por muchísimas cosas, pero en especial porque me dijera aquel día que sí, a pesar de que le espeté:“No tengo que ser madrina de nada, ni de nadie. En mi entorno no todo el mundo va a ver esto con normalidad pero yo no puedo dejar de pensar en ello. No obstante, para mí lo importante es el proceso. Quiero descubrir qué me está pasando y voy a poner todo de mi parte. No obstante, si llegado el final, veo que esto es sólo una ilusión pasajera, no me voy a confirmar. Estas cosas hay que hacerlas con verdad”. Eso, y que era tarde. Tarde no, tardísimo.
Y aún después de aquel sincerísimo discurso y tantas preguntas, me sorprendí a mí misma allí sentada, con mi “YouCat” en mano, a prepararme para la Confirmación, cuando hacía tan solo unos meses la idea de facilitar que mi hijo no hiciera la Primera Comunión, me parecía por momentos, aceptable.

Tengo que decir que a pesar de que yo no conocía a algunos de quienes concurrían a aquella catequesis, a mísí que me conocían todos o casi todos, puesto que había ejercido y aún ejercía en aquel momento el cargo de concejal en el equipo de gobierno, tarea a la que dediqué 12 años de mi vida y que me otorgó gran popularidad entre mis vecinos y vecinas.
Por lo que, inevitablemente, la gente en general, comenta, opina. De lo que sabe y se lo que se imagina. Aún sin mala intención, pero pasa. También tengo que decir que desde el primer momento tenía claro que eso iba a ocurrir y que me iba a importar bastante poco. Me sentía especialmente radiante.

Lo que también tenía claro es que todo ocurre por alguna razón y que aquello no era casualidad. Y que yo lo único que estaba haciendo en aquella historia era permitir que pasara.
Durante ese curso pero entrado ya el año 2015, mi vida empezó a dar inesperados giros que fueron el comienzo de una mala etapa que afectaría a aspectos labores y personales, y que culminó con el fallecimiento de mi padre tras una larga enfermedad en febrero de 2017.
Pero a pesar de todo, yo viví aquel año con la fortaleza y la serenidad dignas de una heroína. Y sí, con alegría también, dentro de lo complicado de las circunstancias. Todo ello, pienso, me venía dado.

Mi preparación para la Confirmación cumplía sus expectativas, siendo un proceso en que estaba conociendo al Señor, el Señor que me iba poco a poco traspasando y calando como lluvia lenta que te empapa sin que apenas te des cuenta. Sin arrasar, sin dañar. Respetando mis tiempos. Mis circunstancias. Mi ser. Comparo las sensaciones de aquellos días con las de la etapa del enamoramiento, en las que te vas dejando cautivar, sacas lo mejor de ti para agradar al otro y sobre todo, siempre quieres más. Necesitas más.

El día dos de mayo de 2015 me confirmé, y lo hice apasionadamente. Sobre todo con ansias de futuro, con unas ganas tremendas de que aquello fuese el principio de una nueva etapa de mi vida. Ahora como cristiana. Sentía que Dios me había dado una segunda oportunidad de caminar junto a Él, y esta vez nada ni nadie podría apartarme de su lado.
El Buen Pastor. Así quiso Jesús revelárseme durante aquella transformación y así permanece inalterable en mí. Él me ha cargado en sus hombros cuando estaba agotada y me ha regresado al hogar. ¡Qué bonito es volver donde sientes que siempre te habían estado esperando! Aunque yo fui quien se fue, y se alejó y se perdió. Ya no importaba. Estaba ahí.
Después de aquel verano de 2015, y con la vida patas arriba, Dios me volvió a llamar, (sirviéndose de la persona de Pedro, nuestro párroco, y quien tan sumamente bien acompañó y acompaña en mi proceso de fe), para ser catequista en la parroquia.
Fue algo que me llegaba cuando más lo necesitaba, casi como un milagro, porque aunque ni yo misma lo sospechase en ese momento, todo lo que yo iba a dar, era mucho más pequeño que lo que iba a llegar a recibir.
Hoy cinco años después sigo aquí. Gracias a Pedro, a mis chicos de catequesis a los que adoro, a mi familia que me apoya, a algún compañero, a algún amigo, y también a quienes me lo hayan puesto más difícil dándome la opción de demostrarme que por esto merece la pena gastar la vida.

Aun así, sigo pidiendo la fe cada día: “Señor, auméntame la fe”. “Señor, consérvame la fe”. Consciente de que es un don vulnerable no exento de dificultades, que acepto con gozo pero con humildad, y que tengo que cuidar cada día para hacerlo crecer. Para ser digna de él. Para que mi paz siga siendo la de saberme en manos de Dios.
En este tiempo he ganado muchas cosas, he perdido otras, pero sobre todo he aprendido. He aprendido que Dios es mi Padre, y no me juzga, que me ama. Él me ha hecho así como soy, única e irrepetible, pero libre e imperfecta para darme la posibilidad de mejorar. Que Dios, me vigila, pero solo para cuidarme, para presumir de mí como hacen los padres buenos, y para percatarse de mis errores y darme a la luz de su Palabra y el ánimo de su inspiración, valentía para corregirme.

Que tengo un sitio en su mesa siempre y que si me puso un corazón en el
pecho, fue para que pudiera amarle a Él y los demás. A Él, claro que sí. Porque después de experimentar el amor perfecto de Dios, sabremos amar más y mejor. Por todo ello, he aprendido a vivir en una actitud de gratitud permanente.

Y esta es mi historia, que espero que dure para siempre. La cuento con mucha emoción y mucha dificultad, con cierto pudor de descubrirme hasta este punto. Pero como ya me habéis leído escribir, las cosas o se hacen con verdad o no se hacen.Es lo menos que puedo ofrecer ante tanto como me ha sido regalado.

“Me sedujiste Señor y me dejé seducir,
has sido más fuerte que yo y me has podido”
Jeremías 20:7.

Pepi Amaro Zamora.
1 de Marzo 2020.

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